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Ocho o nueve años tendría cuando mis padres y mi tía, me empujaron a inscribirme en el Club de Montaña y Esquí del Colegio San José.
Aquella doble puerta de madera curada por el paso del tiempo daba acceso a un despacho ordenado, lleno de antiguas cajoneras de madera completamente repletas de tarjetas identificativas de los socios, con una señora rubia de rizos que nada más llegar me mostró una sonrisa ante mi visible asombro por ver tantos trofeos y copas encima de las mesas del pequeño cubículo que era el Club.
Tras rellenar mis datos con una vieja máquina de escribir sobre la credencial de cartulina me entregó el que sería mi primer carnet, antes que el DNI, antes que el de la biblioteca, antes que cualquier otro carnet, un pedazo de cartón del que estar orgulloso, el acreditativo de pertenecer al que para mí era el mejor club del mundo, el del "hermano Sierra".
Desde aquel momento comencé a realizar actividades con el Club: recuerdo mi primera marcha, la marcha del Grumbe: un compañero del colegio, de mi misma edad y yo, dos pipiolos demasiado jóvenes que nunca habían hecho una marcha en su vida: una camiseta, pantalón corto y deportivas, acompañadas de una cantimplora de las de verdad, metal recubierto de fieltro verde que se humedecía para mantener la temperatura del agua y que, pasados los kms, en vez de ir aligerando, parecía que pesaba cada vez más.
Tan jóvenes y tan larga nos parecía la distancia que nos íbamos quedando los últimos del grupo; tanto mi amigo como yo solo queríamos llorar: estábamos solos, en una marcha donde no conocíamos a nadie ya que acudía gente de toda España, y sin ni siquiera sabernos orientar: seguíamos a la gente en una suerte de incauta inercia que a algún sitio nos debería llevar.
El cansancio cada vez hacía más mella y nuestra moral descendía a la altura de nuestros doloridos pies y solo el orgullo nos hacía seguir adelante sin echar una lagrima cuando por detrás de nosotros escuchamos una voz: "Blanco! Sierra! ¿no os iréis a rendir ahora, no? ¡Vamos chicos que lo estáis haciendo muy bien!" Un hombre delgado, fibroso y robusto, fruto de su alimentación vegetariana y el deporte que todos los fines de semana practicaba, con unas chirukas de montaña y calcetines caidos "estilo Gordillo" aparecía tras la curva animándonos ante nuestro evidente desfallecimiento.
Esas palabras resonaron en nuestras cabezas, como si de un depósito de diesel extra se tratase: nuestro ritmo cansino cambió, nuestra moral propocionalmente y la caminata se transformó en una aventura sin igual en la que el hermano Sierra, Ángel, nos iba contando historias, describiendo los animales que veíamos, la vegetación y animándonos cada vez más en cada paso que dábamos.
"Que no se diga que un Sierra se rinde" (me apellido igual que él), "Espero no tener que montaros en el coche escoba", etc... y nos picaba y jugaba con nuestras cabezas para que no dejásemos de caminar, divirtiéndonos pero sin concedernos un descanso.
Ese día acabamos la marcha de lo que nos parecieron cientos de kilómetros, orgullosos de nosotros y habiendo aprendido muchas lecciones de un maestro de la montaña, que en cada paso que iba dando, era saludado por toda la gente que estaba desperdigada por la larga caminata, como si el hermano Sierra, Ángel, conociera al mundo entero.
Seguí acudiendo posteriormente a muchas de las marchas que organizaba el club y años más tarde comenzaría mi experiencia con el esquí: Andorra.
El hermano Sierra, Ángel, organizaba una excursión de varios autocares a Andorra todas las Navidades: familias enteras acudíamos juntos a pasar las vacaciones de Navidad esquiando en la estación de Pal; allí aprendimos a esquiar muchos de los que a la postre acudimos de monitores de otros niños que a su vez querían aprender, una cadena que durante muchos años se siguió repitiendo.
Se dormía en un hotel muy familiar en el centro de Andorra la Vella y se dormía únicamente hasta la hora en la que el hermano Sierra, Ángel, te dejaba: a las 7:00 de la mañana (si no antes) pasaba aporreando las puertas de todos los que habíamos ido con él, niños, padres o abuelos, igual daba, y seguía aporreando hasta que contestabas: los golpes eran tan grandes que sabías que venía el hermano Sierra, Ángel, muchas habitaciones antes de la tuya: teníamos que bajar todos a desayunar porque el autocar no esperaba por nadie y si no llegabas a tiempo, ese día no esquiabas.
Metódico, tanto en la montaña como en el cuarto de reprografía: perfectamente organizado, compaginaba la organización del mayor club de montaña de la ciudad, el Club con mayúsculas, con todo el elenco de fotocopias que un colegio de más de un millar de alumnos requería, sin llegar tarde a ninguna entrega, sin faltar una fotocopia, sin sobrar una sola.
Hace varios años nos reunimos la promoción del 94 del Colegio San José, y en la visita pertinente a las instalaciones, en aquella puerta que está en medio del fondo del que era nuestro antiguo campo de fútbol surgió la figura del genio incombustible con su bata blanca, con ya muchos años pero con el mismo carácter recio pero a la vez afable que siempre nos demostró en los doce años que convivimos con el hermano Sierra, Ángel: es en ese momento cuando tanto tiempo después sin verle, te das cuenta del cariño que todos teníamos a esa figura y el gran respeto que le guardábamos: nos hicimos fotos con la persona, conocedores de que el verdadero recuerdo de Ángel, nuestro hermano Sierra, permanece y permanecerá siempre en todos los montañeros, esquiadores y alumnos que tuvimos la suerte de convivir con él.
Ángel, en el Cielo en el que estés, rodeado de montes y nieve, siempre serás nuestro "Hermano Sierra"